Una verdadera clase maestra de cine de todos los tiempos es «Los Siete Samurais» (七人の侍), filme de 1954 del célebre cineasta japonés Akira Kurosawa (que fue galardonada en el Festival de cine de Venecia con el «León de Plata» al Mejor Director y candidata al Óscar a Mejor película extranjera del año 1956). He perdido la cuenta de las veces que la he visto -la primera fue cuando era tan solo un niño- y desde aquel primer encuentro me fascinó esa épica historia en el Japón feudal.
Japón, siglo XVI. Una remota aldea de campesinos indefensos es repetidamente atacada y saqueada por un grupo de bandoleros. Aconsejados por el venerable patriarca de la aldea, unos aldeanos acuden a la ciudad con el objetivo de intentar contratar a un grupo de samurais vagabundos (los llamados «rōnin», 浪人) para que los protejan a cambio de algo de comida y cobijo. Las dificultades iniciales de los campesinos para reclutar voluntarios empiezan a superarse a partir del momento en el que Kanbei, un experimentado y a su vez bondadoso samurai, se decide a ayudarles y participar en su lucha desigual contra los bandidos. Y es así como comienza el reclutamiento de samurais dispuestos a arriesgar su pellejo tan solo por un plato de arroz y un techo. Una muy magra paga, por cierto. Sin embargo, ya sea por necesidad, por sentido del deber o justicia social, poco a poco se va formando un variopinto grupo de guerreros que acude en ayuda de los aldeanos, encabezados por el citado Kanbei.
Sobre la base de una trama aparentemente simple, la defensa de una aldea por parte de sus habitantes y un grupo de samurais frente a una banda de forajidos, el director construye una colosal epopeya de gran acción, emotividad, y salpicada a su vez por momentos de humor e ironía. Posiblemente lo más destacado es el proceso de identificación del espectador con el grupo de protagonistas que se desarrolla a medida en que éstos profundizan, por un lado en su amistad y, por otro lado, en su propio ejercicio de introspección que les lleva a la decisión de embarcarse en esta arriesgada aventura por motivos que van más allá de la inexistente recompensa material, de por síínfima e irrisoria. Los personajes de la historia tienen un carisma impresionante, sobre todo el bufonesco Kikuchiyo -formidable Toshiro Mifune- el único de los siete que no fue educado como samurái y aunque en un principio parezca un borracho en busca de pelea, vamos descubriendo que es uno de lo más ingeniosos y más valerosos de los siete, por no hablar que la mayor parte de la comedia la aporta él.
Tras la cosecha, los samurais diseñan una estrategia de defensa del poblado y entrenan a los campesinos para que luchen contra los bandidos, los cuales sufren algunas bajas en los primeros ataques al poblado. Los malhechores intentan diferentes estrategias, pero no consiguen derrotar a los campesinos, por lo que al final se lo juegan todo en un último ataque que decidirá el destino de los bandos. Es aquí donde se desarrolla una portentosa batalla final bajo una torrencial lluvia.
La película combina magistralmente lo particular y lo universal en esta historia que se desarrolla en un espacio y tiempo tan específicos como el Japón legendario pero que se proyecta hacia una reflexión más general en torno a valores de carácter universal. No le contaré, lector, nada más, el resto se lo dejo a su curiosidad. A pesar de lo largo metraje (¡casi 3 horas de duración!), del blanco y negro algo borroso y su antigüedad este filme ha envejecido formidablemente; con un ritmo que no decae ni un ápice «Los siete samurais» goza de muy buena salud. ¿No se anima a verla?
Por: Miguel Fujita