Después de la batalla del Mar del Coral (mayo de 1942) el Alto Mando de la Marina imperial japonesa comprendió que una larga confrontación con los norteamericanos jugaba en su contra: teniendo en cuenta el enorme potencial industrial del enemigo era un suicidio limitarse a una guerra de desgaste en la que, tarde o temprano, se acabaría imponiendo el formidable rival. La única solución posible era plantear una batalla definitiva por el control del Pacífico en circunstancias en que la Marina japonesa era aún superior a la norteamericana. El lugar elegido para ese choque sería Midway, un minúsculo archipiélago ubicado al noroeste de Hawaii, de una inestimable importancia estratégica. En efecto, si Midway caía en poder nipón, Hawaii quedaría a tiro de piedra y además la costa oeste norteamericana quedaría seriamente amenazada. La lucha por Midway —literalmente «a mitad del camino”— era una apuesta a todo o nada: el vencedor se convertiría en el dueño y señor del Océano Pacífico. Ahora bien, lo que no sabía Tokyo era que los estadounidenses eran capaces de descifrar los mensajes encriptados nipones y ello constituía una ventaja inmejorable a la que había que sacar el mayor partido posible. Midway era la presa codiciada y las dos potencias rivales estaban dispuestas a todo por ella. Así las cosas, en la madrugada del 4 de junio de 1942, desde los portaaviones japoneses —cuya presencia había sido detectada por el enemigo— despegó una fuerza de ataque rumbo a Midway, donde no se encontró casi oposición aérea, y la isla fue atacada a placer destruyendo buena parte de las instalaciones.
Cuando los japoneses se disponían a lanzar la segunda oleada contra Midway se recibió la noticia de que la armada estadounidense se acercaba a toda máquina, por lo que se dio órdenes a los aviones a equiparse con torpedos para atacarla. Lo que siguió a continuación fue la llegada de información contradictoria: primero se dijo que la flota enemiga estaba formada únicamente por cruceros y destructores —es decir que carecía de aviación embarcada— y por ello se reequipó a las aeronaves para atacar la isla de Midway; de repente se reveló la existencia de una fuerza de portaaviones y de nuevo se cambió el plan de ataque, puesto que era prioridad hundir a los portaaviones enemigos, lo que implicaba volver a cambiar, otra vez, el armamento a emplear.
Ante el doble objetivo de atacar Midway y destruir la flota norteamericana, el mando de la operación perdió un tiempo precioso pensando en si armaba a sus aviones con bombas o torpedos y en dar la orden respectiva. La indecisión nipona resultaría determinante para el desarrollo de la batalla. Cuando los japoneses intentaron reaccionar tenían al enemigo sobre sus cabezas y era ya demasiado tarde: los norteamericanos habían lanzado inmediatamente todas las naves disponibles para atacar a la flota imperial que se encontraba, inexplicablemente, vulnerable y desguarnecida, en compás de espera, ante las dudas del objetivo a atacar. Los japoneses consiguieron armar una oleada para atacar a la flota norteamericana, pero la suerte estaba echada: cuatro portaaviones imperiales habían sido seriamente alcanzados, hundiéndose en las horas siguientes. El enemigo ganó por puesta de mano y la rapidez fue su gran aliada. La pérdida de cuatro formidables navíos se tornaría irreparable y desequilibraba, definitivamente, la incuestionable supremacía naval japonesa y, como se verá después, el curso de la guerra. A partir de ese entonces, la iniciativa correspondería a los Estados Unidos de Norteamérica. Era, que duda cabe, comienzo del fin.
Miguel Ángel Fujita Graduado en Literatura U.N.M. de San Marcos - Perú Profesor de español en la A.I. de Toyokawa E-mail elchasquicorreo@hotmail.com