El insólito viaje del samurai Hasekura

El aguzado lector recordará que en la entrega pasada tratábamos sobre la llamada  Embajada Keicho. Pues bien, sepa usted que mientras investigaba sobre el tema en cuestión, el fortuito azar me ha llevado a toparme, con una novela sobre este asunto, editada en España, del escritor español José María Sánchez-Ros (Lautaro Editorial, 329 pp., 2013) llamada como el lector ya debe haber adivinado, si ha reparado en el título que encabeza estas líneas, «El insólito viaje del samurai Hasekura». Intrigado por la curiosidad, aproveché un apacible y tranquilo fin de semana y leí la novela de un solo tirón; esperaba una novela pesada y aburrida pero me resultó muy entretenida y fácil de leer. Lo primero que hay que señalar es es que la novela tiene un fondo histórico: en el año de 1613 una misión diplomática japonesa enviada por un poderoso señor feudal -Date Masamune, señor de Mutsu (Tōhoku)- llega al Reino de España. El samurai Hasekura Tsunenaga comanda la expedición, acompañado por el sacerdote franciscano Luis Sotelo y un buen número de japoneses. El propósito de la embajada era abrir una ruta de comercio entre Japón y España, y conseguir para los franciscanos un segundo obispado en el archipiélago. Cuando la embajada se encuentra en Europa arrecia la persecución de los cristianos en Japón. Hasekura se bautiza en Madrid en presencia del rey Felipe III y es recibido en Roma por el papa Paulo V. No obstante, la poca representatividad de la embajada y los informes desfavorables que llegan al Consejo de Indias obligan a Hasekura y a Sotelo a un difícil y tortuoso regreso al Japón, sin haber conseguido nada en concreto. Alrededor de una docena de samuráis se quedan en la villa de Coria del Río, cerca de Sevilla, Andalucía y sus descendientes adoptan el apellido Japón. Hasta aquí, lo que podemos llamar como hechos históricos y verídicos. Como estrategia narrativa el autor se inventa dos voces: la de Fernando Japón -enfermo terminal-, descendiente de uno de aquellos legendarios japoneses, que cuenta la historia del viaje en el que habría de llegar su lejano antepasado, y la de Mauro Caro, escritor, que ayuda a su amigo Fernando a concluir el relato que el primero no pudo terminar. La historia contada por dos narradores, a veces sucesivos y otras simultáneos, forma parte imprescindible de la novela -es una historia en sí misma- sobre la extraordinaria aventura de la embajada nipona y su desventura. Hay por tanto dos relatos: el relato histórico de los personajes reales y el relato ficticio de los narradores que cuentan la historia.  El autor recurre al artificio de darle la alternativa a muchos de los personajes históricos y en la mayoría de las veces sale airoso del desafío. En este sentido, da una imagen vívida y realista a la historia, poniéndola en el contexto de la época y eso es un acierto que se agradece. Sin embargo, donde el autor flaquea, en mi modesta opinión, es cuando arriesga a enfrentar a los personajes reales, que vienen del «pasado», con los narradores actuales y los sitúa en un mismo plano dialógico. Se me hace muy fantástica, poco verosímil y algo burda la factura de estos pasajes. Como el estimado lector ha de comprender no le pienso contar más detalles de la trama. Déjeme decirle, que a pesar de algunos defectos formales, es una agradable novela, dinámica, interesante, nos ofrece múltiples voces y alterna saltos temporales entre pasado y futuro donde se entrelaza con destreza la meta-ficción  literaria; es así que entre los dos relatos, alternados, complementarios,  se establecen vasos comunicantes y que confluyen en el desenlace. Sin duda, una lectura altamente disfrutable.
Batiburrillo
Por Miguel Fujita

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