Cinco de noviembre del presente año, siete de la noche en la avenida Abancay. Tráfico congestionado y personas como hormigas por todos lados. Muchos buses gritaban: “Av. Wiesse, Estación, Av. Central…suba, suba…”. Las clases por Zoom iniciarían a las 8:00p.m. No podía perderlo. Decidí tomar un auto colectivo. Tengo miopía y uso lentes frecuentemente, pero cuando tengo la mascarilla, las lunas se me nublan por ello cuando salgo no las uso y me guio por los colores. Pasaron dos autos colectivos: “¿Todo Wiesse?”. “No, voy por Las Flores”.
De pronto se acerca una combi con su gran letrero en el parabrisas, era imposible no leerlo. Subí adelante. Jalé el cinturón para colocármelo y no había donde enganchar. Le pregunté al chofer( un gordito, barba rala, con cara de estresado y pocos amigos), y simplemente me respondió : “está malogrado”. Serenamente le dije: “Deberías mejorar esto para seguridad de tus pasajeros”. Ya sentada y pensando en llegar a casa, vi que el volumen de su radio era veinticinco. “¿Serías tan amable de bajarlo un poco, por favor?”. Su respuesta me dejó atónita: “ ¡No lo voy a hacer!”, y acompañó su respuesta con un movimiento negativo de cabeza y sonrisa malévola. No insistí. Abrí mi bolsita de algodón, que siempre llevo conmigo, hice dos bolitas de regular tamaño y me las coloqué en ambos oídos. Eso no vio el chofer porque estaba concentrado mirando la ruta y disfrutando su música. Manejaba veloz, se metía por diversas zonas, parecía competir con otros carros. Nadie se quejó.
De pronto el volumen de la radio ya no eran veinticinco, lo colocó a cuarenta y cinco, luego a cincuenta y dos. Nadie atrás decía nada. Parecía que disfrutaban de la salsa y la cumbia. Yo no podía detenerme a explicarle de mi algiacusia, hiperacusia, etc. Pude notar que el señor me miraba como sorprendido porque no le pedía bajar volumen por más que ahora estaba más elevado.
Subí la luna para poder leer los mensajes de mi celular sin riesgo de que un amigo de lo ajeno me lo robe. Y a los minutos de hacerlo el chofer lo bajó diciéndome que la luna debe estar abierta totalmente. Le manifesté mi temor al hurto y solo levantó los hombros.
Quizás otra persona se hubiera bajado y tomaba un bus, pero yo estaba apurada por llegar a casa y no perder la clase. Así que soporté los casi 50 minutos de trayecto. Estaba pensando que al bajar le tomaría foto a su placa. Para mi sorpresa no siguió la ruta correcta y tomó un desvío y felizmente otro pasajero se lo reclamó y nos bajamos. La esquina donde me encontraba era muy peligrosa. Me sentí indefensa. Miré al cielo. Rogué llegar sana y salva para poder abrazar a mi Shastha. Y así fue. Al entrar al departamento, pude sentir la alegría y el amor incondicional de mi mascota, quien desde las 3pm sufría mi ausencia. Miré la hora 9: 30pm ya la clase había concluido. Entonces decidí salir a caminar por el parque y recordé al chofer insensible. ¿Tendría problemas? ¿Viviría solo? ¿No conocía la ruta? ¿Aprobó realmente el examen para choferes?
Y sentí envidia de sus resistentes y poderosos oídos, que en tan alto volumen no sufrían lo que yo. Recordé su sonrisa y cómo hacía bailar sus dedos en el timón, pero sentí lástima por su falta de sensibilidad y enojo por su irrespeto a las normas de seguridad. Lamentablemente él no es caso único en mi amado Perú y lo más triste es que nadie reclama.
CECILIA PORTILLA S.
¡¡GRACIAS POR LEERME!!