A lo largo de más de cien años de vida, Itsuko Inoue (1919-2021) guardó en la memoria una vivencia de la infancia que siempre la acompañaría: cómo ella y su familia sobrevivieron al Gran Terremoto de Kanto en el corazón de Tokio. Cuando se cumplen cien años de uno de los peores desastres de la historia japonesa, sus recuerdos son un valioso testimonio.
El 1 de septiembre de 1923 un terremoto dejó más de 105.385 fallecidos. La gran mayoría perecieron bajo el fuego. El desastre destruyó la mitad de las infraestructuras de la capital y redujo a cenizas el 70 % de hogares. Entre las víctimas mortales había 5.000 niños. ¿Qué ocurrió aquel día?
Itsuko era la mayor y se llevaba dos años con su hermano Masatoshi. Sus padres regentaban una bodega de licores y sake en Asakusa, uno de los barrios más populares y antiguo de la capital, trasiego de mercaderes y artesanos. Junto a la vereda del río Sumida, el lugar era -y sigue siendo- un conjunto de calles comerciales alrededor del gran templo Sensoji. Al noreste quedaba la casa donde nació y creció, rodeada de negocios y viviendas. Tokio era en su mayoría una ciudad de madera.
Situada en la planta baja, se accedía a la tienda de los Inoue desde la calle, y la vivienda estaba en la parte trasera. Por el tipo de negocio, contaban con un sótano que hacía de almacén. Algo inusual por aquel entonces en las casas de este barrio. Esta eventual casualidad sería vital los días posteriores al desastre.
Era casi mediodía y los fogones de la ciudad de madera crepitaban preparando el almuerzo. En unos minutos, familias enteras y trabajadores paraban a comer. Pero dos minutos antes de las doce, un terremoto de 7.8 de magnitud paralizó la vida de la región. Itsuko siempre dijo que la hora fue fatal, pues el temblor prendió las cocinas y el fuego descontrolado arrasó con la materia prima de las casas japonesas. Poco después, unos “vientos huracanados” propagaron las llamas y provocaron decenas de incendios por la capital y ciudades aledañas. “Por todas partes había tornados de fuego, arrasaron con todo y no había lugar seguro”, contaba ella. Los incendios duraron días.
Itsuko no recordaba dónde estuvo aquella mañana, tal vez jugaba en la calle. Su memoria arranca en el instante de entrar a casa, descalzarse en el zaguán y saludar con el habitual ¡Tadaima! Entonces se sentó en el kotatsu y apareció su madre con boles de arroz y platillos humeantes. “Salía de la cocina y me dijo que otoosan estaba abajo y pronto subía”. Madre e hijos esperaban al padre para comer juntos cuando ocurrió. “¡Jishin! Gritó mi madre”. Se le quedó grabado el ruido de la madera crujiendo, el de los cristales rotos y muchos gritos. Después, silencio. Y seguidamente el olor a quemado y humo. A partir de ahí, todo fue de mal en peor.
La pequeña sintió miedo, pero no al momento del terremoto. A sus ojos, parecía una aventura inesperada, pero duró poco el espejismo, lo que tardó en darse cuenta del miedo fijado en la cara de su madre. El padre había aparecido en algún momento y les decía algo. “¿Fuego?”. Por fin, cuando las sacudidas se espaciaron, los padres se pusieron rápidamente en movimiento.
“Salimos a la calle. Había humo y fuego cerca. Las casas iban prendiendo como fichas de dominó. Mis padres discutían hacia dónde dirigirnos para buscar refugio pues nuestra casa podía arder y no era segura”. La familia tenía dos opciones: “Cruzar el río Sumida hacia la gran explanada de Hifukusho, que hasta hacía pocos años albergaba una fábrica de uniformes militares, o caminar bordeando el otro río, el Arakawa, hacia la casa de unos parientes”. Se decantaron por la segunda opción y esta decisión les salvó la vida.
El escritor español Vicente Blasco Ibáñez, quien llegaría a Tokio tres meses después del “cataclismo”, describió en 1924 lo acontecido en esta explanada: “Me muestran numerosas fotografías de la explanada de Hifukusho, donde perecieron 40.000 personas quemadas o aplastadas (…) Al temblar la tierra huyeron las familias de sus viviendas, aglomerándose en los lugares descubiertos, plazas, paseos, terrenos baldíos. Esta explanada de Hifukusho, de unas cincuenta hectáreas, abierta en plena ciudad, y que tenía una cerca de planchas de cinc para ser utilizada por los militares, fue el sitio adonde afluyeron los habitantes de todos los barrios. Se pensaron seguros, lejos del incendio (…) de pronto sopló el ciclón, completando la obra del terremoto y del incendio”.
Lo que Itsuko llamaba “tornados de fuego”, Blasco Ibáñez denominó ciclón. Miles de ciudadanos se congregaron ahí pensando que estarían seguros. El lugar estaba vallado y un policía lo custodiaba, pero viendo la necesidad de refugio les dejó pasar. Los que no perecieron por el fuego lo hicieron aplastados: “La capa inferior de muertos estaba compuesta de mujeres, niños, de ancianos”, continúa el escritor y destaca el papel protector de las mujeres. Varias madres lograron con su vida proteger a los pocos supervivientes, niños que fueron rescatados con vida de los escombros. En Tokyo Memorial Hall, un espacio que conmemora el desastre, se afirma que más de la mitad de las víctimas de Tokio fallecieron aquí.
El puente que cruzaba el río Sumida se convirtió en una trampa y centenares de vecinos quedaron atrapados por el fuego, saltaban al río y muchos perecieron ahogados. Una de las imágenes que Itsuko no pudo olvidar fue los cuerpos boca abajo flotando en el río días después del desastre: “Pensé que estaban dormidos, no sabía que estaban muertos”.
En el camino en busca de refugio, la familia Inoue se vio atrapada entre el fuego y los tornados a la altura del santuario Imado. “Llovía fuego y mi madre tenía miedo de que el fuerte viento nos quemase a mí y a mi hermanito así que nos ató a un árbol del templo con la cinta del obi de su kimono y esperamos”. La madre ató a su hija de cuatro años y a su hijo de dos al árbol para protegerles de estos vientos encendidos. Cuando amainaron, continuaron el camino y finalmente lograron resguardarse con familiares.
A los pocos días regresaron a Asakusa y aunque la tienda estaba totalmente destruida, milagrosamente el sótano había quedado intacto. Y así, el almacén de esta casa sirvió para abastecer a la familia y vecinos. “Al disponer de bodega, teníamos grandes cantidades de arroz y bebida y eso nos ayudó. Hicimos onigiri para todos y el lugar se convirtió en punto de takidashi”. La práctica japonesa de abastecimiento en emergencias, la costumbre de hervir arroz, comprimirlo con las manos en una bola y servirlo a las víctimas del desastre. Comida japonesa de supervivencia, también en la actualidad.
Itsuko recordaba a su madre, encargada junto a otras mujeres de organizar y repartir víveres entre los que acudían, sin excepciones. Mientras la madre gestionaba la supervivencia, el padre iba y venía organizando la reconstrucción del negocio y hogar. Itsuko se hizo mayor y en la intimidad familiar transmitió esta historia a sus hijas. Japón, mientras tanto, convirtió la aciaga fecha en un día clave del calendario nacional para que todos los niños aprendan a prevenir y actuar ante el desastre.
Por Carmen Grau Vila Doctora en historia contemporánea y periodista E-mail: carmen.grau.vila@gmail.com