¿Qué quiere que le diga, caro lector, si con tan solo mencionar estas dos palabras se me escarapela el cuerpo y vienen a la mente dos enormes nubes en forma de hongo, que trajeron consigo horror, muerte y destrucción?
Era un caluroso verano, el de 1945, y el panorama nipón era desolador: la guerra, perdida ya ante un poderoso adversario, había llegado al archipiélago —Okinawa estaba, a la sazón, bajo control de las fuerzas armadas estadounidenses— y todo indicaba que las islas centrales serían pronto invadidas por el enemigo. Destruida la Armada Imperial y casi al borde del exterminio el ejército, la población civil se preparaba para defender con honor y sacrificio su patria en lo que se presentaba como una larga campaña terrestre.
Hiroshima 広島, capital de la provincia homónima, ubicada en la región de Chuugoku 中国, en el extremo occidental de la isla de Honshuu 本州, era en tiempos de la Segunda Guerra Mundial una ciudad de modesta importancia desde el punto de militar e industrial. Más allá, en la isla de Kyuushuu, 九州, la ciudad portuaria de Nagasaki 長崎, destacaba por su situación estratégica y su significativa industria militar. Hay que señalar que tanto Hiroshima como Nagasaki fueron deliberadamente preservadas de bombardeos por parte de la aviación norteamericana, por que, a todas luces, les tenían preparado algo especial.
La mañana del 6 de agosto de 1945 el sistema de radar japonés detectó la presencia de aeronaves enemigas dirigiéndose al sur de la isla de Honshuu y emitió el aviso de alerta respectivo temiéndose un bombardeo. Posteriormente se constató que se trataba de tres solitarios bombarderos B—29 y regresó la calma: con tan pocas naves era imposible un bombardeo masivo. Así que se le restó importancia.
A las 8:15 a.m. el bombardero «Enola gay” lanzó sobre la ciudad de Hiroshima a «Little boy”, una sofisticada bomba nuclear de uranio, que hizo de la ciudad un verdadero infierno. Es imposible imaginar, estimado lector, aquella hora trágica: una horrenda máquina voladora, alado heraldo de la muerte, que abre su vientre y arroja un pesado objeto que cae pesadamente del cielo como un mal augurio, que cae, cae, y sigue cayendo y llegada cierta altura genera una espantosa explosión hasta antes nunca imaginada. Apocalipsis ahora: los relojes pararon en seco, todo vuela por los aires, todo arde a miles de grados centígrados, se hizo, entonces una enorme bola de fuego que destruyó y mató todo lo que la explosión no pudo hacer. ¿Qué más quiere que le cuente, lector? Déjeme que le diga que 70 mil personas murieron instantáneamente por efecto de la detonación de la bomba. La mayoría de los que tuvieron la triste y aciaga suerte de sobrevivir —los «hibakusha” 被爆者—, sufrieron horribles quemaduras y recibieron letales dosis de radiación entre otras secuelas y se fueron muriendo de a pocos. Se calcula que por efectos de la bomba han muerto más de 250 mil personas a lo largo de los años.
Después de lo de Hiroshima, el gobierno norteamericano esperaba la rendición incondicional de Japón pero la consigna fue resistir y no depusieron las armas. Estados Unidos no se quedó de manos cruzadas.
Tan solo tres días después de lo acontecido en Hiroshima, el 9 de agosto, en Nagasaki, cuando los relojes marcaban las 11:02 a.m., el bombardero «Bockscar” arrojó la «Fat boy”, una bomba de plutonio, capaz de liberar el doble de energía que la de uranio, que fue usada en la primera demostración nuclear. Murieron en el acto cerca de 70 mil personas. El mismo infierno repetido.
Asestado el golpe de gracia, el 12 de agosto el Imperio del Japón se rendía incondicionalmente ante las fuerzas aliadas y acababa con trágico saldo su larga aventura bélica.
¿Qué más quiere que le diga, lector? ¿Qué por qué Estados Unidos usó la bomba atómica? ¿Para ganar la guerra? ¿Dos bombas atómicas contra poblaciones civiles no constituyen crímenes de lesa humanidad? ¿No fue una temeridad desafiar al gigante yanqui? ¿Valió la pena el esfuerzo de la nación japonesa? Tantas preguntas y tan pocas respuestas. La verdad de las cosas, Japón había colapsado y estaba condenado, irremediablemente, a la derrota. El verdadero móvil de las hecatombes de Hiroshima y Nagasaki: una demostración de poder y disuasión ante la Unión Soviética, país con el que los Estados Unidos de Norteamérica, disputaría la hegemonía del orbe en los años venideros.
¿Qué más quiere que le diga, lector? Sí, que no se nos olvide: ¡Nunca más, nunca más!!!
Por: Miguel Ángel Fujita Graduado en Literatura U.N.M. de San Marcos - Perú Profesor de español en la A.I. de Toyokawa E-mail elchasquicorreo@hotmail.com